Poco a poco, en silencio y compartiéndolo solo conmigo misma, hoy me dispongo a escribir algo que es difícil de explicar, pero como estoy acostumbrada a hablar de la magia, a ello voy. Porque la magia existe.
He tenido que esperar unos días para poder reordenar mi experiencia en una caravana en el desierto porque, yo, que amo las palabras, a veces me quedo sin ellas.
Aterrizando aún e intentando adaptarme a la rutina, ruidos y ajetreos de la vida cotidiana, me cuesta volver a esta realidad que, aunque es la mía, contrasta enormemente con la quietud y el silencio del desierto, la calma y la inmensidad que desborda. Su sabiduría. Y pensaréis… ¿cómo puede el desierto destilar esa sabiduría? Tan solo hay que estar atenta a las señales, a cómo te hablan, lo que te quieren decir, aunque la forma en que te las muestra no es como te gustaría. Como la vida misma…y tal como explico en mi libro “Señales. Cuando la vida nos marca el camino del alma” (Ed. Letrame).
Y es que las señales están ahí, esperando ser vistas y escuchadas y sólo tenemos que poner atención para verlas con claridad. Estamos muy desconectados, muchas veces, de la vida, de la naturaleza y, sobre todo, de nosotros mismos.
Yo, he escuchado esas señales. Y una de las cosas que he descubierto es que la portada de mi libro es una mujer atravesando el desierto, sola. Tenía muy claro que Serena, tenía que hacer una travesía a su desierto interior y que allí aprendería las lecciones escondidas. Dos años después, la magia de la vida, hace que yo emprenda ese viaje. Quizás la ley de la sincronía o que las señales, una vez más, se me muestran descaradas.
Mi amiga Monica Lapeyra, hace años que se dedica a hacer Caravanas en el desierto. Con ella compartí hace dieciséis años una experiencia muy profunda e intensa en México, trabajando con víctimas torturadas en las comunidades indígenas en la defensa de los derechos humanos. No habíamos vuelto a viajar ni a trabajar mano a mano.
Llevaba años diciéndome que tenía que acompañarla al desierto y me hablaba de lo que sentía cuando iba allí sin entenderla demasiado bien. Hasta ahora, que los astros se han confabulado para que me embarcara en esta experiencia transformadora.
Así que, con alas en los dedos, me dispongo a contaros mi viaje al desierto y hacia dentro. Porque me he dado cuenta que no puedes entender lo que quiere decirte si no contactas contigo misma y te atreves a ver lo que hay ahí. Que es mucho, profundo e importante.
Y un grupo de desconocidos, ocho más Mónica y Silvia, de la Caravana, nos conocimos en el aeropuerto. Creo que hay almas que están destinadas a encontrarse para hacer un camino, que puede durar mucho o poco, pero que te marca, y que el universo se encargó de unirnos en ese “aquí-ahora” para aprender, crecer y nutrirnos. Todos ellos, desde su lugar y su idiosincrasia me han fascinado y asombrado. Fuimos un equipo que se unió para cogerse de la mano y atravesar el desierto Erg Chegaga (Sahara) acompañados de unos guías bereberes, algunos nómadas, y de doce camellos de los que me enamoré perdidamente. Sobre todo, del “mío”, mi Fede, que me acompañó y que se rindió ante mi como si fuera un manso gatito. Con él hablaba y le susurraba al oído y puse mi cuerpo desfallecido en su lomo el último día del viaje.
Llegamos como unos niños deseosos de aventuras, cada uno con su personaje aprendido, incluida yo, y con el parloteo que nos acompaña en nuestras vidas aceleradas. Poco a poco, el desierto te va despojando de esas capas de cebolla que allí no te sirven para nada y fuimos mostrando nuestra esencia, la verdadera. Como dijo Daouid, nuestro guía bereber “vosotros tenéis los relojes, nosotros el tiempo”. Y el desierto te lo da, un tiempo que se dilata, un silencio que jamás había experimentado. Yo, ingenua de mí, que he escrito un libro sobre el silencio (“El silencio del camino” Ed. Comanegra), me he dado cuenta que existen muchos tipos de silencios, y el del desierto es diferente, profundo y revelador ¿Se puede escuchar en el silencio? Os puedo garantizar que sí, porque el desierto te habla, sus dunas, el viento, el sol, ese cielo limpio y estrellado con la Vía Láctea mostrándose tímida. El desierto te da, pero también te quita. Para ello tienes que tener la mente en calma y el corazón abierto. Y allí se obra ese milagro.
Era la primera noche que íbamos a dormir allí, nuestra primera jaima porque aún no habíamos llegado a las dunas y el suelo era empedrado, pero estábamos emocionados, yo, como una niña pequeña a punto de empezar una aventura. Y llegó la primera rueda para presentarnos y decir lo que cada uno sentía. Fue hermoso empezar a conocer a mis compañeros de viaje, verlos en la calma de nuestro primer atardecer, el primero de muchos increíbles y diferentes. Y pedí al desierto lo que deseaba:
«Yo, que estoy acostumbrada a cuidar a los demás, voy a dejar que me cuiden. Voy a respetarme y desde la escucha de mis necesidades, haré aquello que sólo sienta».
Para mi era un verdadero lujo no ocuparme ni preocuparme de nada y me abandoné a ese deseo de dejar que el desierto, los compañeros y nuestros amigos nómadas, me cuidaran. E hice sólo aquello que realmente necesité hacer: meditación para recibir el sol, un «Arun, tacto consciente» a una compañera que se puso enferma de la garganta y algunas actividades de teatro terapéutico que fue un verdadero lujo. Que una duna se convirtiera en escenario no tiene precio.
Y el desierto me concedió el deseo; después de tres o cuatro días, tras una siesta profunda a la sombra de un gran árbol me desperté medio dormida, cogí el colirio de la mochila y me lo eché directamente en un ojo. Enseguida me di cuenta que me había equivocado de bote y que había cogido el que me ponía en una uña del pie que tenía con hongos. El picor, escozor que salía del ojo y resbalaba hasta mi cuello, más el olor a pegamento y que no pudiera separar los párpados ni los labios, me hizo gritar y hacer que mis compañeros acudieran de golpe.
Pero la vida es generosa, el destino también, ya que había una compañera, Mari Ángeles, que era enfermera de Uci y enseguida cogió el timón de la situación, (ahora sé por qué le pusieron ese nombre, el ángel desplegó sus alas y se ocupó de mí con todo su amor y saber hacer).
Tuve un momento de absoluto pánico, un problema de esta categoría en un ojo, en medio del desierto, con viento, calor y sol, sin que ningún vehículo pudiera acceder allí hizo que me asustara de verdad. Toda mi cara estaba pegada, mis dedos agarrados a la mano de Silvia también. Y ahí estaban ellos, cuidándome y dándome calma. Pero mi horror duró poco, enseguida salió mi temple y tranquilicé mis latidos, respiré y confié en la vida, sobre todo en los susurros de Mari Ángeles que me iba diciendo todo lo que iba haciéndome. Pidió si alguien tenía un cepillo interdental, con la suerte de que si había uno, y con toda la calma del mundo fue separando una a una mis pestañas pegadas en ese tiempo dilatado que tiene el desierto.
Y de repente, no una persona si no todos mis compañeros estaban cuidándome, tal y como había pedido el primer día. Por supuesto no pedí algo así, pero hay un dicho que dice que tenemos que tener cuidado con lo que pedimos al universo, porque este te escucha y te otorga lo que pides. No como deseas, pero ahí está esa lección escondida.
Mis párpados se despegaron, mis labios también y aunque tarde días en tener la piel limpia de pegamento, Mari Ángeles se encargaba de ponerme kilos de vaselina para que mi piel quedara limpia.
Un día después mi ojo estaba perfecto, veía bien y había recuperado mi color natural.
Fue esa tarde cuando hice la caminata de la tarde en camello, con una camiseta empapada de agua en la cara para ablandar el pegamento y empecé a escuchar lo que el desierto me estaba diciendo. Caminar por el desierto a solas o acompañada, según necesites, es un regalo impagable. Tus ojos ven paisajes increíbles que sólo has visto en las películas, vas tapada completamente con el «che-che», (turbante que nos enseñaron a colocarnos el primer día), para protegerte de ese sol de justicia que cae y del viento si lo hay, pero poder ver esa maravilla para todos los sentidos desde el camello es un incalculable tesoro. Verlo todo desde «arriba» da perspectiva y la mente se aclara completamente y entra en calma. Una calma muy diferente a la que sentimos, a veces, en nuestro mundo, que nos permite escucharnos con claridad y poner nombre y orden a todo lo que te está ocurriendo.
Y el viaje continuó. Caminar junto a nuestros amigos bereberes es toda una lección de humildad y sabiduría. Cada uno de ellos tenía una función: Mohamed, nómada, se encargaba de los camellos, tan imprescindibles para su vida. Cuando llegábamos al asentamiento donde cada día montábamos el campamento, levantaban las jaimas en un abrir de ojos y enseguida, en la que hacía la función de comedor, nos traían el té de menta y las pastas o frutos secos para saciar la sed y el cansancio del día. Los camellos quedaban libres y pastaban a su antojo por las dunas, verlos libres produce una ternura infinita. Por la mañana cuando salía el sol, Mohamed, que dormía siempre fuera hiciera el tiempo que hiciera, ya había ido a buscarlos y estaban allí esperándonos. Su hijo Mubarak ayudaba también con los camellos y en el campamento. Lo mismo que Hussein, Ahmed y Salah el maravilloso cocinero que nos sorprendía diariamente con sus exóticos platos y delicias. Desayunábamos en una duda recién salido el sol ¿os imagináis comiendo churros en forma de bollos recién hechos?. Pues Salah lo hacía posible, lo mismo que el pan recién hecho en las brasas de la arena.
Y luego estaba Daouid, nuestro guía que podía cambiar de ruta si era necesario escuchando el viento o la arena y que cuando subía a la cima de una duna para visualizar el horizonte, lo hacía como una gacela. Siempre de azul, alto y esbelto, con una presencia serena que te calmaba y te invitaba a mirarlo sin pestañear, envolviéndote de paz. Cuánto he aprendido de su humilde sabiduría, cuánto saben de la vida, desde su sencillez y amor hacia el desierto. Solo tengo palabras de agradecimiento por sus atenciones, cuidado, presencia silenciosa, siempre pendientes de nuestras necesidades, incorporándose a nuestras risas, canciones y compartiendo su cultura y su música.
Pero el desierto me preparaba una prueba más que superar. El último día, mientras caminábamos, hice una petición al desierto: «Me rindo ante ti. Muéstrame una prueba para superarme».
Esa misma noche la fiebre vino a mí y al levantarme, de nuevo, le comenté a Mari Ángeles que me encontraba fatal, sin fuerzas y con fiebre. Quedaba un día para llegar al final del desierto y no se podía hacer nada hasta llegar a un lugar donde vendría un cuatro por cuatro para llevarme al médico. Mónica y Daouid intentaron subir a una duna para ver si había cobertura para pedir ayuda, pero fue imposible, sólo me quedaba atravesar lo que me quedaba de desierto.
Como estaba desfallecida, decidí subir a lomos de Fede y en silencio le susurré que también me rendía a él, que me llevara y me abandoné a la fiebre y al bamboleo de su caminar, de las subidas y bajadas de las dunas. Como una marioneta, con fiebre alta me puse a su merced y allí, con el efecto del calor y de la misma fiebre, tiritando, sentí, oí y vi cosas que el desierto me susurraba. Quizás fueron alucinaciones, o delirios, pero dentro de lo mal que me sentía confié en la vida, en mis compañeros y en mis amigos bereberes. Y continué hasta que el mareo me venció y de nuevo, en medio del desierto, mis ángeles me reanimaron y me cuidaron más que nunca, más que antes. Entre cuatro cogieron una manta y me hicieron sombra hasta que me recuperé. Mari Ángeles volvía a ocuparse de mi y volvía a susurrarme y a pedirme permiso cada vez que me hacía algo. Y me sentí segura. Y me recuperé. El resto del camino, muy largo, se me hizo eterno, caminé como pude casi en volandas agarrada de los brazos fuertes de Jose, del aliento de mis compañeros. De repente quedaba poco, y todos a la vez, vieron, a lo lejos el cuatro por cuatro que me estaba esperando. Yo fui la única que no lo vio, y al llegar a aquella jaima que ya nos estaba esperando, no había ningún cuatro por cuatro esperándome. ¿Un espejismo colectivo? ¿La fuerza del deseo de que llegara uno?. Caí rendida boca abajo y lo último que recuerdo fue las manos de Jose dándome en masaje en las piernas. Y allí volví a rendirme ante el cariño que me reconfortaba el alma.
Ya en la jaima recuperada y después de dormir profundamente me dijeron que Fede se estaba acercando. No tuve fuerzas para levantarme y despedirme de él, pero le llamé y giró la cabeza para mirarme. Fue la última vez que le vi. Ahora, viendo los videos y recordándole sigo emocionándome profundamente.
Un tiempo más tarde si apareció un cuatro por cuatro y junto a Mari Ángeles y Marina atravesamos lo que quedaba de desierto para llegar a Zagora donde me visitó un médico. Un hotel y una ducha nos esperaba después de muchos días. Al día siguiente vinieron el resto de compañeros para cruzar el Atlas y volver a Marrakech. Desperté como si hubiera estado en un sueño, me sentía bien, quizás debido al antibiótico, y con mucho que mirar en mi interior.
Le pedí al desierto que me cuidaran y nunca me habían cuidado tantas personas a la vez. Me rendí ante él y me puso a prueba. Y la superé.
Quizás penséis que fueron casualidades, cosas que a veces pasan en la vida, pero yo prefiero pensar que la magia existe y que siempre hay algo que aprender en las situaciones que nos desbordan. Que las señales existen y que depende de cada uno de nosotros la interpretación que les demos.
Mónica me decía que el desierto te transforma. He reflexionado mucho sobre este viaje. El desierto es la vida misma, llena de sus polaridades, las luces y las sombras, el sol con su calor abrasador, y la noche fría estrellada con cielos impensables. Cada uno de nosotros habrá tenido su propia vivencia en esta travesía llena de sorpresas, risas y complicidades. Descubrir a mis compañeros y convivir 24 horas una experiencia intensa te hace sentir viva y ver al ser humano de otra forma. El último día a la hora del desayuno le dije a Jose y Mari Ángeles: «siento que hoy, que nos vamos, es cuando os empiezo a querer». Y lo dije con el corazón en la boca y lo escribo con el alma en los dedos. Nada quedaba de esas personas que vi por primera vez en el aeropuerto, ahora los veía como realmente eran, sin máscara y en su esencia más pura. ¡Y que maravilla de esencia!.
Todos deberíamos viajar de esta manera al desierto por lo menos una vez en la vida. Yo vuelvo totalmente enamorada de él, porque quitándome, me ha dado tesoros escondidos que estaban dentro de mi. Y he podido ver con claridad los tesoros de mis amigos, de aquí y de allí. Incluso nuestros camellos los tenían, solo tenemos que estar dispuestos a ver. ¿Estamos dispuestos a ver de otra manera?. Yo sí, te lo garantizo.
Mil gracias por todo el amor y el cuidado que me han dado Silvia (caravana), Silvia, Sabina, Sara, Mari Ángeles, Jose, Sabina, Marina, Piedad, y a mi amiga Mónica por haberme descubierto un mundo maravilloso lleno de contrastes que desconocía. Gracias a nuestros amigos bereberes y a los camellos que tanto nos han ayudado y por supuesto a «mi Fede» por haberse comunicado conmigo sin hablar. Porque el amor no lo necesita.
Cuánto me queda por aprender…
Cuánto me queda por sentir…
Se prepara otra caravana para el mes de Octubre…así que si deseas hacer un viaje transformador te paso la información de Mónica:
https://iocus.es/es/servicios/caravanas-en-el-desierto
correo: silvia@iocus.es
WhatsApp: 622 627 707 o 646 098 061
Instagram: https://www.instagram.com/monicalapeyra/?hl=es
¡EL DESIERTO TE ESPERA!